Desde las dunas, Ámbar Ticuna mira el minuto siguiente al
ocaso. El cielo oscuro posa sobre pilas de arena que se extienden como caídas de
un montón de relojes quebrados. Ámbar camina sobre chispas de vidrios
triturados, se lastima los pies, sangra, y la arena como azúcar se tiñe,
salvajemente. Estallan los pasos, estallan descalzos, estallan callados, encallados
en los márgenes desiertos de esas islas pobladas. Ámbar se pregunta si en el
sur la cruz del sur también marca el sur, si señala a la tierra como un dedo
índice que acusa, si señala a un soldado, si acusa a un general, si cruza el
cielo perpetuamente para dar cuenta del acoso, si acaso persigue, la cruz, la
equis, si acaso tacha. Caminar por las dunas en la noche es lo más parecido a
estar en la luna, imagina, salvo por la gravedad. La gravedad de un asunto se anuncia,
infiere al avanzar, cuando monstruosos cráteres dibujan la superficie lunar, en
un rincón de este mundo, al final de un continente.
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