domingo, 8 de abril de 2012

Bienvenida a la casa de los locos



Esa siesta cruzaron al Cabo los tres. Se ataron toallas a la cintura, se enroscaron mantas a modo de turbantes en la cabeza, las dejaron caer por los hombros, por el torso hasta los pies. La arena estaba caliente, africaba contra los cuerpos ocultos, había viento. Cruzaron al Cabo los tres. Se murieron de sed. Golpearon la puerta de una casita bien rústica, no había nadie. Tocaron una segunda vez y de golpe la puerta golpeó contra la pared al mismo tiempo que una chica gritó bienvenida a la casa de los locos mezclando el alarido de su voz chillona con acordes de guitarra melodiosamente acelerados. El silencio previo fue suspendido por un tumulto de voces insospechado que emergía de la habitación contigua. Adentro eran muchos más. En el cuarto que hacía de corazón del hogar se acurrucaban una pareja de chilenos,  un Israelí, un australiano, dos tucumanas, dos rosarinos, tres con ella. Tomaban cervezas tibias, bebían, se embebían en esa pieza donde el calor del sol hacía eco. Se quitaron un poco de ropa para hacerse lugar entre las miradas desconocidas y sumergidos en largas conversaciones se integraron a la ronda. 

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