Esa siesta cruzaron al Cabo los tres. Se ataron toallas a la
cintura, se enroscaron mantas a modo de turbantes en la cabeza, las dejaron
caer por los hombros, por el torso hasta los pies. La arena estaba caliente, africaba
contra los cuerpos ocultos, había viento. Cruzaron al Cabo los tres. Se
murieron de sed. Golpearon la puerta de una casita bien rústica, no había
nadie. Tocaron una segunda vez y de golpe la puerta golpeó contra la pared al
mismo tiempo que una chica gritó bienvenida a la casa de los locos mezclando el
alarido de su voz chillona con acordes de guitarra melodiosamente acelerados.
El silencio previo fue suspendido por un tumulto de voces insospechado que
emergía de la habitación contigua. Adentro eran muchos más. En el cuarto que
hacía de corazón del hogar se acurrucaban una pareja de chilenos, un Israelí, un australiano, dos tucumanas,
dos rosarinos, tres con ella. Tomaban cervezas tibias, bebían, se embebían en
esa pieza donde el calor del sol hacía eco. Se quitaron un poco de ropa para
hacerse lugar entre las miradas desconocidas y sumergidos en largas
conversaciones se integraron a la ronda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario