Estaban todos muy poco acompañados y ahora hacen arroz para
tres. Se encontraron en el camping frondoso, próximo a una playa hermosamente
desolada. Entre flora y fauna festejan el entusiasta encuentro, hacen fuego,
fuman, fogonean caprichosos, fisuran. Nunca comen el arroz. Condiméntalo, ordenó
Osvaldo de mal modo, entonces ella le puso sal y sal y sal y sal, la sal de la
vida. Incomible. Mucho mar adentro de la olla al fuego. Fuiste, le anuncio,
algo molesto, algo en chiste, pero no frunzas el ceño, no refunfuñes furiosa
muñeca de juguete. Lo fulminó con la mirada. Si alguna expresión
particularmente la fastidiaba era esa, mujer objeto no, mujer pescado tampoco,
mujer anzuelo mucho menos. Lo fusiló con la mirada. Mujer pez. Tomó la olla
caliente, la llenó de agua fría, la inclinó levemente, dejó que el agua se
filtre entre la tapa mal cerrada, así, una y otra vez. Incomible. No se
escurre, la sal no se escurre, no se quita fácilmente. Observó arrepentida y
orgullosa tomó la cuchara. Un bocado tras otro mientras todos se reían. Hagamos fideos, sugirió Antonio, sacando un
paquete. Fantástico, acotó Osvaldo, nos faltaba desperdiciar la comida, te
felicito fosforito, comentó picante. Antonio se puso una cuchara en la nariz. Ella
siguió levantando la suya. Osvaldo, fantoche, fetiche, fascista, se acomodó
en un tronquito y se encendió un cigarrillo más. Foquitos, para la próxima una idea, usen sus
manos y cocínense, dijo ella con una enorme sonrisa sarcástica de muñeca feliz, se come,
se come. Entonces ellos se atrevieron y olvidaron la sal para finalmente sentir
crujir la arena entre los dientes.
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