Osvaldo tiene una gorra amarilla huevo, pero de huevos no
tiene nada. Es un tipo de pocas agallas, muy cartel, cree que se las sabe todas,
se hace el langa, les gustan los tragos frutales y simula ansias por las
bebidas blancas, se quiere hacer el fuerte pero es mantequita, anda muy atento,
intenta ser encantador, sonríe con una mueca, se toca el lomo, anda prolijo,
peinado. Él, todo moreno, huyó de su oficina donde un montón de chicas porteñas
en minifalda le mostraban las piernas, le mostraban el alma, sucia y oscura. Una
secuencia de camisitas blancas que se tironeaban las mangas, que se mordían los
labios, fueron motivo suficiente para más de una fiesta sobre escritorios con
corbatas en la frente, motivo suficiente para unas buenas vacaciones cuando lo
encontraron in fraganti. Lo pilló su mujer y le pidió el divorcio. Ni siquiera
sé cocinarme huevos fritos, se preocupaba. El galán se desmoronaba y huyó,
entonces huyó como buen cobarde que es. Se fue a hacer una vida nueva, por dos
semanas y sin un mango, dijo que necesitaba pensar. Osvaldo, que se imaginaba
descontrolado en Punta del Este, terminó en un camping en Valizas, durmiendo en
carpa, recordando una juventud que se inventó pero que nunca tuvo. Me olvidé la
tarjeta de crédito, repetía sin cesar. Hasta casi le creímos. No hay que exagerar, es un buen tipo. Se asustaba
cuando veía un gusano peludo, nos prevenía de las feroces serpientes que podían
aparecer en el camino, confundía alacranes con escorpiones egipcios, fabricaba
trampas para capturar posibles delincuentes que se escondan en la arena, en el
mar, atrás de un árbol. Ríanse, ríanse, se escuchaba por lo bajo, pero yo vi un negrito por ahí.
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